Lo prohibido: 18
I Estaba yo en la firme creencia de que Eloísa se presentaría en mi casa a pedirme perdón y a buscar las paces conmigo. Sin mi ayuda su ruina era inmediata. Pero no acerté por aquella vez. Pasaban días, y la viuda no iba a verme. Dos o tres veces, en la calle, la vi pasar en su carruaje, y su mirada dulce y amistosa me decía que no sólo no me guardaba rencor, sino que deseaba una reconciliación. Pero yo quería evitarla a todo trance, impulsado por dos fuerzas igualmente poderosas, el hastío de ella y el temor de que acabara de arruinarme. Huía de todos los sitios donde pudiera encontrarla, pues si me venía con lagrimitas era muy de temer que la delicadeza y la compasión torciesen mi firme propósito. Ya se acercaba el verano, y yo tenía curiosidad de ver cómo se las arreglaba Eloísa para hacer aquel año su excursión de costumbre; pues de una manera u otra, empeñando sus muebles o vendiendo sus alhajas, ella no se había de quedar en Madrid. Lo que entonces pasó causome viva pena, sin que la pudiera calmar apelando a mi razón. Súpelo por un amigo oficioso, el que designé antes por El Saca-mantecas, por no decir su verdadero nombre. Aquel condenado fue a verme una mañana, y se convidó a almorzar conmigo so pretexto de hablarme de un asunto que tenía en Fomento, aguardando la resolución del Ministro. Pero su verdadero objeto era llevarme un cuento, un cuento horrible que adiviné desde las primeras reticencias con que lo anunció. Tenía aquel hombre el entusiasmo de la difamación, y sin embargo, lo que me iba a decir era no sólo verosímil sino verdadero, y las palabras del infame arrojaban de cada sílaba destellos de verdad. En mi conciencia estaban las pruebas auténticas de aquella delación, y yo no tenía que hacer esfuerzo alguno para admitirla como el Evangelio. No se valió El Saca-mantecas de parábolas, sino que de buenas a primeras me dijo: «Mucho dinero tiene Fúcar, querido; pero como se descuide, se quedará por puertas... En buenas manos ha caído... Supongo que estará usted al tanto de lo que pasa y que esta observación no es un trabucazo a boca de jarro. -Enterado, enterado... -dije con no sé qué niebla parda delante de mis ojos. Yo no había oído nada, no lo sabía, en el rigor de la palabra; pero lo sospechaba; tenía de ello un presagio muy vivo, equivalente en mi espíritu a la certidumbre del suceso. Entrome entonces fuerte curiosidad de saber más, y fingiendo estar enterado de lo esencial, hice por sacarle más concretos informes. «Esto no lo sabemos todavía en Madrid más que los íntimos, usted, yo, dos o tres más -añadió-; pero cundirá pronto, cundirá. Hasta ayer tenía yo mis dudas. Lo sospechaba por ciertos síntomas. Como no me gusta que me escarben dentro las dudas, me fui a ver a Fúcar... Yo soy así, me agrada beber en los manantiales. Encareme con él y le puse los puntos sobre las íes. «A ver, D. Pedro, ¿es cierto?». El se echó a reír, y me dijo que como las cosas caen del lado a que se inclinan... En fin, que hay tales carneros. No crea usted, Fúcar, en su depravación, es hombre muy práctico. Me dijo que no piensa hacer locuras más que hasta cierto punto, que gastará con su cuenta y razón, en una palabra, que va muy prevenido, por conocer las mañas de la prójima. Irritome que aquel tipo hablara de Eloísa con tanta desconsideración. Sospechando por un instante que la calumniaba, pensé poner correctivo a la calumnia; pero algo clamaba dentro de mí apoyando el aserto, y me callé. Era verdad, era verdad. La tremenda lógica de la fragilidad humana lo escribía en letras de fuego en mi cerebro. Lo que me causaba extrañeza era sentirme contrariado, lastimado, herido por la noticia. ¿Qué me importaba a mí la conducta de aquella prójima, si yo no la quería ya...? No sé si era despecho, o injuria del amor propio lo que yo sentía; pero fuera lo que fuese, me mortificaba bastante. Al propio tiempo me dolía ver en el camino de la degradación a la que me fue tan cara, y alguna parte debieron tener también en mi pena los remordimientos por haberla puesto yo en semejante sendero. Pero disimulé y supe afectar indiferencia o el interés superficial que es propio, entre caballeros, de las relaciones mujeriles entabladas por la tarde, a la mañana rotas. Creo que me reí, que declaré no tener con ella ya ningún trato; y el maldito Saca-mantecas se entusiasmó tanto con esto hacia la mitad aproximadamente del almuerzo, que dijo más, mucho más... Su lengua era como el hierro afilado de un cepillo de carpintero, y pasando sobre mí me sacaba virutas de carne del corazón. «Es monísima, pero no se harta nunca de dinero. Como usted no va allá por las noches, no sabe que ha puesto mesas de monte. La otra noche decía con terror: «Si José María viera esto, me pegaría». Los tresillistas le teníamos un miedo de mil demonios. Pregúntele usted a Cícero y a Carlos Chapa. Es de las que dicen: «cobra y no pagues, que somos mortales...». ¡Qué trabajo me costó disimular mi rabia! Pero con cabezadas, ya que no con palabras, daba yo a entender que todo lo sabía, que todo aquello era historia vieja. «Es monísima -volvió a decir el Saca-mantecas echando una ojeada a las paredes por ver si hallaba un espejo en que mirarse-... pero ¡ay del que caiga en sus garras!... Cuando está tronada se queja mucho de tener la pluma en la garganta. Sí, querido, sí; en ciertas mujeres esos estados nerviosos no son más que anemia de bolsillo... Al principio me pareció que la consabida no era como todas. Pero sí, querido, sí; es como todas. Gracias que lo tomamos con calma, y nos quedamos tan frescos cuando un Fúcar nos desbanca. El miserable, en su vanidad ridícula, quería presentarse también como víctima. Se preciaba de haber recibido favores de Eloísa; pero esto era una falsedad, de que yo no tenía, no podía tener duda alguna. Aquella era la ocasión de haberle soltado cuatro frescas; pero si lo hubiera hecho, habría entregado la carta y denunciado mi despecho. Preferí contenerme con violentísimos esfuerzos, y dejarme cepillar, cepillar. «No he conocido mujer de más imaginación -prosiguió-, para discurrir modos de gastar. Ella es persona de gusto, eso sí, querido, sí... pero con nada se conforma. La otra noche le alabamos su casa, ¡y nos puso una carita de ascos...! Se lamentó de no tener más que porquerías; de que todos sus muebles, sus porcelanas y bronces son industriales; de que se encuentran idénticos en todas las tiendas y en las casas de Fulano y Zutano; de que no posee cosas de verdadero mérito ni de verdadero chic. «Este lujo al alcance de todas las fortunas -nos dijo-, me carga; esto de que no pueda usted tener nada que no tengan los demás, me aburre. A veces me dan ganas de coger un palo y empezar a romper cacharros...». Le ponderamos sus cuadros modernos... ¡Pero si se cansa de todo...! Tiene la pretensión de vender estos lienzos parara comprar Velázquez y Rembrandts. Hipa por lo grande esta prójima. Cuando se pone triste, dice: «Aquí no hay más que pobretería, imitación». En fin, que quiere más, más todavía. Siempre que se habla de casas, para ella no hay más que la de Fernán Núñez. Es su ilusión. Asegura que se pone mala cuando la ve, y que sueña con tener aquella estufa, el Otelo, las latanias plantadas en el suelo, la escalera de nogal, la galería, los cuadros y tapices, la montura de Almanzor y la Flora de Casado. Patrañas, querido. Estas mujeres son el diablo con nervios. A nosotros no nos cogen ya, ¿verdad? Somos perros viejos. ¡Qué Madrid este! Todo es una figuración. Vaya usted entre bastidores si quiere ver cosas buenas. La mayoría de las casas en que dan fiestas están devoradas por los prestamistas. En otras no se come más que el día en que hay convidados. Los cocineros son los que hacen su agosto. Un detalle que sé por Mr. Petit: El cocinero de Eloísa, en el tiempo de los célebres jueves, sacó más de seis mil duros. Se ha establecido. Ha tomado la fonda de los baños de Guetaria. ¡Así prospera la industria! En cambio, cuando usted implantó las economías en casa de Carrillo, los criados se marcharon porque no les daban de comer. -Eso sí que es falso -dije, sin poderme contener-. ¡Hambre! eso no lo ha habido allí nunca. -Perdone usted, querido -replicó muy serio-; me lo ha contado Quiquina. -¿Esa italiana...? -Una mujer deliciosa... Cuando la despidió Eloísa, se fue con la Peri... ¿Sabe usted quién es la Peri? Esa que Pepito Trastamara recogió en Eslava. Mujer hermosísima, pero muy animal. Trastamara la llevó a París para desasnarla; ¡pero quia! Siempre tan cerril. Dice que le gustan los merecotones en vino. Dice también que su padre murió de una heroísma. Come con los dedos, y hace mil groserías. Pero Pepito y sus amigotes están muy entusiasmados con ella, y sostienen que es la primera medio-mundana que hemos tenido. Se precian ellos de la incubación del tipo. La verdad es que son unos pobres mamarrachos. Yo me divierto con ellos. Pues bien; Quiquina se refugió en casa de la Peri. Allí nos ha contado intimidades de Eloísa... No, no ponga usted esa cara feroz; no ha sido nada de infidelidades. Cosas de los apurillos de la señora, de sus trazas para procurarse dinero. A Quiquina le hizo sacar del Monte sus ahorros, y aún no se los ha devuelto. Nos hablaba también del pobre Carrillo, ¡que le quería a usted tanto!, de las carantoñas que le hacía su mujer, con otros mil detalles graciosos. Yo no podía aguantar más. Aquello colmaba el vaso. Las confidencias del Saca-mantecas me revolvían de tal modo el estómago, que poco me faltaba para vomitar el almuerzo. Supliqué que variara la conversación, y él se echó a reír. Empecé a encolerizarme; se me subió la mostaza a la nariz... Por fortuna, entró Jacinto María Villalonga, y se volvió la hoja. Los tres debíamos ir juntos al Ministerio de Fomento, y tomamos café a prisa.
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