IV. La clave olvidada
La clave olvidada En la casa de ese doctor de Dresde, Richard vivió —sin saberlo— un nuevo exilio. Con sus hermanas en Praga, se sintió tan solo como en Eisleben. Y es el momento de decir que la relativa estabilidad del último período agravó, por contraste, el «mal efecto» de este brusco cambio de escenario. Sin embargo, es preciso recordar que lo que es «malo» cuando se trata de forjar una personalidad estable y adecuada a cursos existenciales de género normal, puede ser «bueno», si se trata de la forja de personalidades excéntricas, aptas para cursos existenciales del género anormal o extraordinario. Se puede decir, por tanto, que lo que fue inconveniente para el escolar Richard Geyer fue bueno para el músico Richard Wagner, cuya clave olvidada se encuentra, precisamente, en los sucesivos desarraigos que padeció durante su infancia y juventud. En rigor, en adelante ya no podremos llamar «exilios» a sus sucesivos cambios de escenario, porque ahora sabemos que nunca tuvo un reino estable y cerrado. Esta notable circunstancia —esta suma de desarraigos— no debe pasarse por alto jamás. En el caso de Wagner, como en otros casos notables de la historia del arte y la literatura, el desarraigo cultivó una individualidad irreductible. El no tendría «dobles» ni «vecinos». Sería él mismo o no sería nadie. A nadie podría copiar al pie de la letra, ni a sus vecinos o amigos —siempre distintos— ni tampoco a un padre. Destino único, pues, que hasta muy avanzada su vida, dejaría traslucir un prometeico patetismo. Le veremos cambiar de escenario una y otra vez, sin nostalgia alguna, salvo la de una futura redención por el arte y el amor, una nostalgia propia de quienes no han tenido un reino y ni siquiera un seno vecinal (una cultura cerrada y autosuficiente). Los desarraigados tienden a buscar refugio en lo universal, en lo que está por encima de las fronteras. La ausencia de arraigo local empuja a buscar refugio en los dominios de la religión, el arte o la filosofía. Y Wagner —se verá mejor más adelante— no fue en modo alguno una excepción a la regla, aunque rechazase, desde muy temprano, las pautas de la religión protestante. Piadoso a su manera, al entrar en la adolescencia, dejó de serlo a mitad de ese período crítico. Tendría, pues, que elaborar su propia visión del mundo, su propia moral, su propia jerarquía de los valores… ¿Estaba psicológicamente preparado para lanzarse a una tarea tan grave y problemática? Sí, al menos en la medida de lo humanamente posible. El mismo desarraigo que le condenaba a ella lo dotó bien para la empresa. En efecto, con muchos desarraigos, Richard Wagner desarrolló desde muy temprano una increíble capacidad de adaptación a la realidad —esto sea dicho con la debida perspectiva, es decir, a pesar de sus aparentes locuras—, una capacidad que, en su caso, nunca se ejercería a costa de su libertad. Tal capacidad de adaptación, aunque tantas veces fuese puramente histriónica, le salvaría la vida y su libertad —esa emanación de su irreductible personalidad— le permitiría crear su propio universo espiritual y artístico sin ninguna traba digna de tal nombre. Si lo tenemos en cuenta, estaremos prevenidos: ese muchacho, Richard Geyer, tardaría muchísimos años en llegar a alguna parte.
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